Muerte en Absalón. Camino II

Martin Cid
Martin Cid

CAMINO II

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La familia Martins poseía aún algunas tierras a escasos veinte kilómetros del pueblo y sus criados tenían fama en el todo condado (un par de esclavos fieles y fuertes que sabían incluso leer y escribir -artículo en extinción-). Nadie sabía de dónde los había sacado el viejo general que conservaba importantes contactos en el ejército.

-En un tiempo fue un gran hombre –repetía su hijo John-. Mírale ahora, Fiodor, sólo es un ser acabado que apenas puede recordar sus patéticas historias.

El chico, contrariando las ambiciones de su inteligente padre que quería hacer de él otro nuevo negociante, había estudiado en la universidad.

-La hacienda familiar era un barco que se hundía, amigo mío. No quedaba otra opción para un hombre de bien. Tuve que caer muy, muy bajo, revolcarme en el fango: estudié derecho en Yale.

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Muerte en Absalon, de Martin Cid
Muerte en Absalon, de Martin Cid

Los Martins sobrevivían gracias a los trabajos de contabilidad del abogado. El general raramente se levantaba de la silla en todo el día… leía algo de vez en cuando y recordaba viejas batallas. Y es que, a pesar de que el tráfico de hombres estaba prohibido desde 1807, a todos sorprendió la ley de 1865 en la que se abolía totalmente la esclavitud.

-Una cosa era no poder comprarlos y otra muy distinta tener que liberarlos –decía el abogado mientras aspiraba el humo a grandes bocanadas-. Las viejas familias del sur se encontraron de frente con eso que algunos llaman futuro, yo lo llamo estiércol. No tuve más remedio, Fiodor, de alguna manera teníamos que subsistir.

El general vio cómo sus negocios fracasaban uno tras otro, sin suerte en ninguno de ellos. Ya sólo le quedaban sus dos criados (ahora, según decía el Gobierno: “hombres” “libres” con “alma” y “dignidad”) y la gran casa que estaba próxima a ser vendida debido a las fuertes deudas, acumuladas en todos los proyectos fallidos.

-Como ves, amigo, estamos en la ruina. Gracias a Dios, no todos se han dado cuenta de que mi padre está acabado -¿cómo podría haber logrado terminar la carrera de derecho aquel hombre que parecía carecer de toda disciplina para el diálogo?-. ¿Me perdonarás por lo del otro día…? Son asuntos que sería mejor tratar en privado, sin armas…, pero soy del sur, el hijo de un general defensor de los antiguos duelos de sangre. Sin embargo, sé distinguir un buen hombre en cuanto lo veo.

John ofreció la mano a Fiodor, en gesto definitivo de amistad. El ruso aceptó.

-Me alegro, amigo mío –John respiró profundamente, pues temía en secreto a su rival-. Ven, quiero presentarte a alguien –el abogado hizo un gesto y, con blanco vestido, hizo su aparición-: ésta es Elisabeth, mi prometida.

La joven era la más pequeña de siete hermanas, también la más guapa (lo que viene a significar la más arpía). Miró a Fiodor I con la sincera sonrisa de la mujer que finge timidez y busca enredos y embrollos. Sería mejor no acercarse a la bella muchacha de ojos azules.

Hizo una reverencia y besó su mano, al viejo estilo europeo que había leído en tantas novelas. La niña se rió:

-¡¿De dónde has sacado a este ser ridículo, John?! –exclamó la bella dama.

Los dos rieron, luego los tres. Elisabeth se marchó fingiendo desprecio, bien conocía Fiodor el juego de las mujeres, igual de perversas a uno y otro lado del océano.

-No te preocupes por ella. Sólo es una de tantas chicas ricas. Tenemos asuntos más importantes que atender. No podía permitir que nadie la mirara: nos vamos a casar y… ya me entiendes… necesitamos capital para el negocio que estamos a punto de iniciar.

El futuro bien merece unos dientes rotos, pensó Fiodorovich.

John Martins trabajaba por aquel entonces como contable para una firma exportadora, lejos de las miradas réprobas de su padre. Sus metas estaban más altas, no podía pasarse la vida embutido en una mesa con una estilográfica (de oro, eso sí) en mano, garabateando en un libro viejo cuentas de pérdidas y ganancias. Tenía algún dinero que su abuelo Henry le había dejado tras su muerte. Eran los tiempos del telégrafo, locomotoras a vapor y nuevos aparatos telefónicos (un lujo que sólo las familias más acomodadas podían permitirse). El negocio era sencillo: al viejo general le habían ofrecido la concesión de los derechos de construcción de una línea de ferrocarril que uniera el pueblo (aldea en realidad) con Nashville, capital del Estado. Setenta kilómetros de vías y licencia para explotarlas comercialmente a cambio de la consabida tarifa estatal.

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Muerte en Absalon, de Martin Cid
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-Yo me encargaré de la parte administrativa y económica –dijo el joven- mientras que tú supervisarás las obras y la compra de la locomotora. ¿Socios?

El nuevo colono, después de dar la mano al abogado, se la llevó al bolsillo izquierdo de su americana. Extrajo la bala aún manchada de sangre seca y la dejó sobre la mesa.

-Socios.

1898

Aquel grupo de nuevos “hombres libres”, ahora multicolor, trabajaba como antaño: de sol a sol.

Jamás bebía el ruso (después del infausto recuerdo del duelo). Sin embargo, hombre democrático y liberal, se congraciaba con los jornaleros por las noches invitándoles a unas cervezas, quizá también a unos tragos de algún licor algo más fuerte. Dormían al lado de las vías, en una pequeña tienda que solía venirse abajo debido al viento y a su falta de maña para afianzar el material de empaque al suelo. ¿Qué sería de las traviesas si aquellos inútiles no eran capaces siquiera de asegurar las piquetas al terreno?

El ruso aprendió que nunca había que tratar de igual a igual a los subordinados ni permitirse familiaridad alguna con ellos. Estaba bien pagarles unas rondas pero él no participaba de sus conversaciones ni festejos. Así, combinando simpatía y frialdad, en poco más de un año, los veinte kilómetros de vías estuvieron terminados. La inversión había dejado a los Martins al borde la ruina y a Fiodor I en una situación comprometida.

Encargaron la mejor locomotora que encontraron y proyectaron inaugurar la línea en marzo. John y Fiodor construyeron con sus manos la lúgubre estación a las afueras (lo que significaba también “a escasos 500 metros del centro”): un par de tablas, mucho ahínco…

La bella Elisabeth llevaba limonada a mediodía, un poco de alimento a la hora de comer, quizá también un poco de té…, pastas que compartían los dos amigos. La mandíbula del ruso se desprendía fácilmente, pero trataba de disimular en presencia de la sureña; no siempre lo consiguió. John estaba eufórico, como un niño con zapatos y novia nuevos.

-El dinero lloverá, socio. Ya no tendremos más problemas. ¡Mira qué máquina –exclamó señalando la nueva locomotora-, qué preciosidad!

Uno de los dientes se había desprendido, ¿qué importaba un diente para un hombre que estaba dispuesto a hacer fortuna? Fiodor esgrimió una sonrisa y miró a Elisabeth.

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-Sí, una verdadera preciosidad –sonrió, esta vez dejando ver su pieza rota. La sureña se giró asqueada.

-No te preocupes, amigo, pronto podremos comprarte otra reluciente dentadura nueva. ¿De oro tal vez?

Fiodorovich aceptó hacer de acomodador y revisor en las primeras rutas y llamaron a un tal Percy Olivier para que trabajase de maquinista. El primero de marzo de 1898, la línea hacia Nashville quedaba inaugurada.

-Nuestro hijo crecerá feliz, pequeña –dijo un reluciente John Martins aquella mañana-. ¿Te gustaría la idea de convertirte en tío, Fiodor?

Llamaron a la locomotora Elisabeth y Anthony al primogénito.

El negocio floreció rápidamente, firmaron contratos y cobraron billetes, y la ciudad se llenó de curiosos y propietarios, pronto el pequeño poblado que fundó el ingeniero Macy comenzó a parecerse, lejanamente, a un pueblo civilizado.

-Hoy, socio, este lugar es nuestro. Mira lo que hemos logrado, tú y yo… ¡Y todo por unos dientes rotos!

Fiodorovich sonreía, había aprendido a fingir y a actuar como un caballero aunque en el fondo siguiera siendo el hombre callado que llegó sin nada. En el bolsillo izquierdo de su americana aún estaban la bala y el diente roto.

-Dicen que en menos de un año, el ruso consiguió bastante dinero y una reluciente dentadura nueva.

-¿De oro? –preguntó alguien.

-De oro, amigo, de reluciente oro –respondió el otro-, ¿de qué iba a ser si no?

Cuando John contrajo extrañas fiebres tras comer una excelente comida servida por su bien-amada esposa, nadie se extrañó; ni siquiera el bueno del ruso, que esperaba su turno en silencio. El pequeño retoño de los Martins descansaba plácidamente en la cuna mientras su padre, el abogado, agonizaba en la cama. Elisabeth se puso su mejor vestido blanco y una sombrilla a juego: estaba preciosa. Había que tener cuidado, los vómitos con sangre de su marido podrían manchar su impecable atuendo. Mejor no acercarse. Un toque de carmín, recién traído de Nashville, de algo debería servir tener un esposo rico.

-Me voy, cariño -John apenas podía entender las palabras: sucumbía, respiraba ya por última vez-. No te preocupes, descansa. Tendré cuidado al cerrar la puerta… ¿Sabes qué? Creo que iré a hacer una visita a Fiodor…, desde que tiene esa nueva dentadura me está empezando a parecer… ¿cómo diría? Un poco más atractivo.

John Martins había sido un buen hombre y un excelente abogado: en caso de defunción de uno de los socios, el otro se quedaba con todo el negocio. Nada de herederos ni falsos papeleos. Simple. Elisabeth lo sabía e hizo uso del férreo sentido del honor sureño: ¿cómo dejar al ruso solo, sin descendencia…, con toda esa fortuna y sin saber qué hacer con ella? Necesitaba una mujer.

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John Martins murió ahogado en sangre a los pocos minutos mientras su hijo Anthony dormía en la habitación contigua.

Las dos Elisabeths, locomotora y madre, estaban radiantes aquella tarde.

1960

Dos grupos trabajaban incansablemente en la plantación. El primero, formado por hombres de color (blanco y negro…, ya eran tiempos modernos), se encargaba de la recolección; y el segundo (también de color, aunque no todos “hombres”), despillaba la cosecha del día anterior en el granero. La vieja radio sonaba, música azabache con el eco de alguna de las múltiples imitadoras de Ella Fitzgerald. Cecil siempre había odiado aquellas canciones…, lo recordaría años más tarde, ante el rostro cadavérico de su padre, también llamado, como su bisabuelo, Fiodor Fiodorovich.

Las mujeres canturreaban mientras desmenuzaban las grandes hojas verdes, del tamaño de un brazo aproximadamente. El granero olía fuerte, a orina y hembra fértil.

Stanislaus recordaba al intrépido Pierre, con sus espaldas bien formadas sobre Incitatus, el blanco caballo que un día montó su padre Fiodor II, un regalo para su hermano Cecil…, con el sombrero de paja como si fuera un granjero, Pierre jamás perdía la compostura de gran señor. Montaba el corcel, ahora vago y lento como el propio Stanislaus, necio y torpe como Cecil. Ordenaba la recolección durante los calores del mes de junio: el periqueé tenía un proceso mucho más dilatado que el resto de tabacos (dependía del tipo de hoja o de la fermentación).

El Periqueé Absalón cultivado por los Fiodorovich había sido durante años el mejor de los de su clase.

Stanislaus yacía en cama, el segundo pulmón había sido afectado. Quizá en esta ocasión tuviese suerte, tal vez muriese. Cercano, dormitaba su inmortal perro, una mezcla de pastor belga y Golden Retriever, más negro que los pobres trabajadores y, claro está, mucho más respetado.

El jornal era bajo, nunca se quejarían. Pierre pagaba fielmente los salarios mientras Joyce observaba a los empleados, atento a cualquier amago de protesta: enseñaba sus grandes colmillos afilados y no dudaría en morder a cualquiera que se acercase al patrón.

-Ya hubiese querido tus dientes el primer Fiodorovich, chiquitín –decía con sorna Pierre.

Stanislaus y Joyce acostumbraban a dar largos paseos junto al río, horas y horas contemplando el arrollador paso del Mississippi e imaginando una novela por escribir. Le gustaba pescar, aunque no solía coger más de un par de piezas por día en el mejor de los casos. Pierre le miraba, alterado, siempre lo estaba.

-Necesitamos un capataz, Stan. Es un trabajo tan sencillo que hasta tú podrías hacer.

Stanislaus callaba: aquel animal tuberculoso y ocioso nunca haría otra cosa más que contemplar y refunfuñar.

Absalón apenas contaba con diez hectáreas de tierra, nadie quería más. Hacía ya algunos años, con la firme intención de ampliar la plantación, Fiodor II había comprado el área colindante a un alto precio: aún seguía baldío.

-El periqueé es como una vieja prostituta: caros favores y rancios aromas –decía a sus hijos-. Vuestra querida madre no dejará que crezca más que hierva muerta en sus dominios.

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El periqueé es plantado en diciembre y recogido con los calores de junio: crece al sol como los esclavos. Es a la vez un tabaco selecto y fuerte, como las canciones de los criados que tanto odiaba Cecil. Tiene un tono seco, no apto para los no experimentados.

-Pero es también aristocrático –decía su padre, con un par de copas de más y la voz afectada, fingiendo lo que nunca podría ser- está desaconsejado para petimetres aficionados a los cigarrillos rubios.

Tabaco rudo, negro azabache, salvaje. Su curación se realizaba en el cobertizo, en una zona aireada. Tras dos semanas, y cuando la hoja adquiría una especie de tono marrón-castaño, se limpiaba y se eliminaba el nervio central. Después seguían el ejemplo de las antiguas tribus indias: tomaban piezas de una libra, las remojaban y las introducían en barriles para su prensado. Era el proceso que daba al periqueé su verdadera dualidad, vulgar y selecto tabaco. Todo dependía de la cantidad empleada de una mezcla secreta de especias y licores a la que llamaban familiarmente “agua”, y estas variedades variaban según la calidad y tono de la hoja. Desde que cumpliera diez años, fue Cecil el encargado de calcular las medidas:

-Hay que escuchar al tabaco hermanito. Si prestas atención, te habla.

Acercaba su oído a la hoja, atento. Nunca falló. Las casas de subastas esperaban ávidas la producción de Periqueé Absalón de aquel año.

El proceso completo dura unos quince meses, en los que el tabaco adquiere su adecuado aroma. No hay manera de acelerarlo, como hacen algunas marcas añadiendo aditivos que perjudican el sabor. El periqueé requiere extremos cuidados, igual que un pequeño lord, y es así maleducado y rudo en sus costumbres, mimado y caprichoso, a veces traicionero.

Stanislaus se levantó. Era una preciosa mañana del mes de junio. Sus pulmones parecían estar bien, ya casi escupía sangre: más por falta de interés que por prudencia, dejaría las labores del campo para Pierre. Joyce esperaba, paciente, su paseo matutino.

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1900

Fiodor I tomaría a la viuda Elisabeth como esposa. De su anterior matrimonio con su fallecido socio sobrevivía aún su hijo, Anthony. El ruso le criaba mimándole en extremo. Cuando Elisabeth anunció el embarazo del que sería el primero de los Fiodorovich nacido en territorio americano, no pudo contener la emoción y la intentó abrazar.

-¿No te parece que he sufrido bastante teniendo que concebirlo? Creo que he cumplido sobradamente con mis obligaciones de esposa.

Pero estos pequeños desprecios no darían al traste con su felicidad. Compró una cuna y acondicionó la casa para la llegada del pequeño.

Aquella misma mañana llegó una visita, un abogado que venía de parte de la empresa «National Railroad and Co» con una oferta para adquirir los derechos de explotación de la línea de tren. Era, sin duda, una suculenta proposición. Fiodorovich dudó unos segundos, justo los que tardó su mujer en levantarse de la mecedora en la que solía pasar las tardes.

-Es una buena idea, querido. ¿No crees que el dinero vendría bien para nuestro Dean?

Le agradó el nombre, al igual que el precio. El ruso se había cansado de las vías y, sobre todo, del interminable papeleo con Nashville.

-Venderemos –dijo el casi siempre callado ruso mientras peinaba su ya crecida melena rojiza.

En aquella ocasión, Elisabeth sí le abrazó. Se podría decir que fue sincera.

-¡El dinero alegra a algunas mujeres más que cualquier sonrisa! –todos rieron en la taberna.

Fiodor I pasó los dos meses siguientes cazando zarigüeyas y ciervos que en aquel entonces abundaban en la región. Le recordaría perfectamente, con sus dos meses de vida: su primogénito… no podría olvidar la cara de su mujer, ¿era aquello una sonrisa? Miró los ojos de la criatura.

Eligieron el nombre del pequeño en honor de uno de los abuelos de Elisabeth, un gracioso funambulista que terminó sus tiempos destilando whiskey de grano y leyendo libros extraños sobre judíos y números. Dean jamás lloraba y miraba todo como si comprendiera,, con gesto fijo, lo que presagiaba, en palabras de su padre, una gran inteligencia futura.

-¡Cuna de espíritus afectados la familia Fiodorovich! –exclamaba el ruso dejándose llevar por su dramática vena eslava.

-Pues sí tanto se parece a ellos…, deberías cuidarlo como se merece. ¿Qué tal una niñera?

No podría negarla nada. Eligieron la mejor de cuantas candidatas se presentaron: una oriental de estilizados movimientos y preciosa (a la vez que pícara) mirada.

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-Sólo lo mejor para mi pequeño.

-Como quieras, maridito. La criada y tú podéis hacer lo que queráis con él. Espero que guardéis silencio al menos durante las tardes. Sólo pido eso.

Dean parecía crecer sin problemas hasta que, cierta mañana de un caluroso junio, dejó de comer. Despreciaba todo cuidado y parecía ausente. El médico no tardaría en dar sus sabios consejos: paños de agua fría para el sofocante calor y el niño recobraría el apetito. El espeso cabello rojizo comenzaba a asomar en su cabeza.

De nada sirvieron las recomendaciones del doctor.

Años después, el bisabuelo de Stanislaus llegó a bromear con la situación:

-Ojalá hubiese encontrado al matasanos que me dio el brebaje y me hizo vomitar la bala. Quizá el hubiese podido hacer algo por el niño.

Dean comenzó a palidecer… sus labios se agrietaron, secos…, pero el joven bribón seguía observando.

Una mañana, el bebé no despertó. Fiodor I salió a cazar igualmente. Habría tiempo para criar niños que nacieran en una época menos calurosa, sólo era cuestión de planificación.

La dulce criada oriental de gesto pícaro se encargó del cuerpo del pequeño.

Murió con los ojos abiertos.

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