Gustave Flaubert. Escritor. Madame Bovary

Martin Cid
Martin Cid

Gustave Flaubert fue un novelista francés que escribió una de las novelas más famosas del siglo XIX, Madame Bovary

Gustave Flaubert
Gustave Flaubert

Introducción

Allá por 1857, y con motivo de la publicación de Madame Bovary (por primera vez difundida en forma de folletín en la Revue de Paris), Gustave Flaubert fue indultado de los cargos contra la moralidad. Las causas eran claras: hablaba de una mujer adúltera que condena por medio de sus pecados a su esposo. Con semejantes argumentos la solución del jurado (que hacía no demasiado tiempo había condenado Las Flores del Mal de Baudelaire por semejantes acusaciones) parece un tanto extraña: ¿acaso no se reconoce en las páginas el ejemplo promiscuo y malsano que podría inducir a demás mujeres a imitarlo? ¿Cómo puede un jurado formado por hombres justos permitir semejante atentado contra el estamento burgués? Sí, desde luego, el jurado se equivocó… y proporcionó al libro una fructífera vida en las librerías y una fama más allá de la literatura… esa polémica que tan bien ha resultado casi siempre para ciertos escritores (a veces con obras mucho menores).

Si transpasásemos aquellos tan lejanos días del siglo XIX a los nuestros quizá la situación no sería del todo diferente: los libros parecen haber encontrado en el periodismo no sólo el apoyo necesario, sino la inspiración estilística que convierte a una mera obra literaria en todo un acontecimiento público. (No esperen una cita de ominosos títulos que a todos nos vienen a la memoria, intento lograr cierto toque de elegancia). Los títulos actuales buscan llamar la atención  de eso que llaman “opinión pública” y saltar al campo del periodismo para así ganar ventas (dicen que “lectores”, aunque me temo que no importa si el que compra lee también). Desde luego, toda una acción filantrópica.

Pero hay algo que los tiempos actuales han olvidado: el estilo. Flabuert es un rey que se erige en una época de reyes, en un tiempo en el que las palabras flotaban y se desdecían a sí mismas… ¿Ironía? Desde luego que no, creo firmemente que hoy en día un jurado condenaría la obra de Flaubert por atentar contra la moralidad.

En un mundo burgués, a nadie le importa el estilo literario, sólo los valores “morales” de la obra.

Ese “tipo” llamado Gustave

Cuentan los que le conocieron que era un tipo cordial y siempre agradable… con un profundo respeto para con el ser humano.

Hasta aquí, la ironía. A partir de ahora, sólo la verdad.

Cuentan los que le conocieron que era un auténtico monstruo: déspota, malencarado, arrogante y misántropo. Cuando se encerró a escribir una de las más bellas obras de las letras del siglo XIX, sólo su madre pudo soportarle (y no sin llegar a hacer ciertas alusiones al pésimo carácter de su vástago). Poseía eso que llaman “fisonomía robusta” y eso que llaman “neurosis”. Rehuía de la gente y experimentaba un profundo rechazo hacia todo lo que significara burgués. Ya a punto de morir, retomó su obra póstuma (Bouvard y Péuchet), una aguda crítica sobre la futilidad y lo inútil del conocimiento humano.

Pero este tipo escribió alguno de los pasajes más bellos sobre el alma humana. ¿Lo justifico? Desde luego que sí.

Gustave Flaubert

Flaubert nació en Ruán (Francia), el 12 de diciembre de 1821, en el seno de una acomodada familia francesa (sobre todo su madre, con el noble apellido Fleuriot). La historia de este escritor bien podría resumirse en la historia de sus desencuentros amorosos (que no supone una larga lito, pero sí en cuanto a importancia, sobre todo teniendo en cuenta la información más o menos fidedigna la correspondencia del escritor).

Suceció el primero de estos encuentros en Trouville, en 1836 (la dama llevaba el nada francés nombre de Élisa Schlésinger, y este encuentro inspiraría la célebre obra La Educación Sentimental). En 1839 inicia sus estudios de Derecho en París (parece que los sigue no con demasiado interés, ya que cinco años más tarde abandona sus estudios y se traslada a Croisset, donde pasaría el fin de sus días, alejado de la ciudad, en la propiedad que pertenecía a su madre.

En 1846, y tras la muerte de su padre y su hermana, Flaubert inció una relación sentimental con la poetisa Louise Colet que se postergó durante diez años. Según dicen, fue la única relación duradera de este hombre que no se casó jamás pero que habló del matrimonio, de los celos y de la pasión como ningún otro hombre casado pudo hacerlo jamás.

Fue en estos años cuando escribe (o mejor dicho, comienza a escribir) su primera obra La tentación de San Antonio (1848-1849), y sólo dos años más tarde se embarca en la que sería la novela que le daría reconocimiento internacional: Madame Bovary. Necesitó casi cinco años para terminar esta obra que busca en cada motivo la palabra exacta y que es, según dicen los críticos, el antecedente directo del naturalismo y la obra que inicia la narrativa moderna.

Algunos años más tarde llegarían La Educación Sentimental y Salambó (en la que invirtió cuatro años y en la que el autor lleva a cabo una férrea labor documental). En 1872 muere la que fue su única compañera fiel en vida, su madre, y Flaubert cae en una profunda crisis emocional de la que nunca se recuperaría. Publica el volumen Tres Cuentos y termina sus días escribiendo esa sátira poco conocida y menos reconocida que es Bouvard y Pécuchet, que no llega a ver nunca publicada, ya que la muerte le toma el 8 de mayo de 1880.

Madame Bovary

Sería difícil encontrar en la historia una novela más perfecta que Madama Bovary, por su estilo y por su narrativa sucinta y sin fisuras (que Dios nos explique qué quiere decir eso de “sin fisuras”). La historia de Emma es la historia de un hombre en busca de le mot juste (la palabra justa), la historia de una mujer que, incomprendida (por su marido y quizá por el narrador de esta historia) busca el aliento en elementos poco apropiados de la sociedad burguesa.

Quizá este punto sea el fundamental para entender la obra, la paradoja (bien la consideremos como ironía o como contraposición de términos en la novela). Quizá me pudieran acusar de excesivamente hegeliano, pero basta echar un pequeño vistazo a los puntos principales de la obra (que vienen a coincidir casi caprichosamente con la biografía y los puntos de vista del autor) para darnos cuenta que el motor de la novela toma los elementos narrativos para contraponerlos en una sociedad que poco tiene que ver con los héroes. Mientras Emma y su doctor viven una apacible (y deseada por la mayoría) vida, sus espíritus se rebelan y llevan a los personajes al suicidio (bien desde el punto de vista realista de ella, bien desde el punto de vista metafórico de él). La protagonista se debate entre las opciones del convento, la rebeldía… tal vez esa libertad que guarda París. Es aquí donde debemos echar otro rápido vistazo a la biografía del escritor (que no deja de ser una malsana constumbre) para darnos cuenta que no existía la salvación para ella en las atestadas calles de la capital. ¿O sí?

Si bien Flaubert vivió una vida retirada, también probó las miles de la capital… mantuvo una estrecha amistad con George Sand y conoció a Vistor Hugo y a Baudelaire…. justo antes de retirarse y abandonar la Universidad. ¿Un retiro forzoso o una condenación auto-impuesta? Nunca lo sabremos, pero quizá en las páginas de la novela encontremos alguna respuesta.

Cuando el escritor pronunció aquellas célebres palabras (Madame Bovary soy yo) era absolutamente consciente de las derivaciones e implicaciones que semejantes palabras acarrearían: si bien el estudio biográfico no siempre sirve, si aporta datos sobre los personajes. Vemos el carácter de Flaubert en los viajes al campo, en la libertad… en el esteticismo que parece querer devorar al libro para luego volver a masticarlo. Las palabras, en ese francés que hoy casi nos suena marchito, vuelan y desaparecen para luego regresar para venir a decir lo contrario: otra vez la ironía.

Y es que quizá Madame Bovary sea el más internacional de los libros franceses: se engarza con la tradición de novela romántica de mujer despechada que Tolstoi hiciese popular con su Anna Karenina… con las perspicacia en el análisis de los personajes tan característica del estilo inglés… con el gusto por lo popular, con el desarraigo que todos los personajes sienten en una sociedad que, sin duda, no les dio la posibilidad de elegir.

La solución alcanzada por la protagonista parece culpable, mediocre, ¿somos capaces de convertirnos en los jueces que juzgaron la obra por atentados contra la moralidad? Pero la determinación de Emma Bovary es un final con esperanza, un final que cree en el ser humano por encima de esa revolución que en aquellos días amenazaba con consumirnos. Y es que, si hay aún hombres capaces de sentirse por un momento libres, aún el escritor puede seguir manteniendo la fe en la humanidad. Los amantes se suceden y en ninguno de ellos alcanza la protagonista la paz de espíritu… ni siquiera en los libros que tan frecuentemente devora. No, no está allí la respuesta ni en estas líneas ni en una casa de campo de Croisset ni en el amor perdido de una madre muerta ni en la poetisa ni esa otra mujer a la que cuando era joven amó.

Despechada, Madame Bovary pronunciará antes de morir las palabras que nunca se atrevió a soñar:

“Flaubert somos todos”.

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