Muerte en Absalón. Camino III

Martin Cid
Martin Cid

CAMINO III

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1901

Algo en el corazón de Elisabeth había muerto. Se encerró en sus dependencias y, al cuidado de la criada oriental, dicen que arrepentida, lloró profundamente la muerte del pequeño Dean y se escuchó en la casa un profundo silencio.

Fiodor I permaneció en principio tranquilo, leyendo en el recibidor alguna vieja novela de aquéllas que tanto le habían gustado en sus tiempos de soltería. Quizá, entre párrafo y párrafo, su esposa muriera, ¿por qué no reconocerlo? Cuando miró la colada, vio las ropas de Elisabeth manchadas de fiebre, de comida y alucinaciones… corrió a la habitación y llamó por tres veces, como en las historias milenarias. Silencio. Si se acercaba lo suficiente, podía oír a la criada, solícita, fiel como un lobo amaestrado: hablaron durante horas y horas, susurrándose secretos de mujer, bien sabían ellas que Fiodor estaba al otro lado de la puerta, en el pasillo. Aquella tarde aprendió más sobre el corazón de las mujeres que durante el resto de sus días.

Por ello siempre decía que no tenían alma.

Poco a poco, la enfermedad cesó y el aire comenzó a entrar a través de las ventanas de la casa, un apartamento bastante bien acondicionado para las necesidades de una pareja más o menos joven.

-¿Va a morir mi madre? –preguntó una mañana el pequeño Anthony.

Fiodor I no supo qué responder.

-¿Vendrás de caza, muchacho?

El chico asintió.

Anthony tenía por aquel entonces trece años: era vivaracho y poco interesado en cualquier labor que supusiese esfuerzo (característica que se convertiría en tradición dentro del apellido Fiodorovich).

El ruso apuntó con cuidado al ciervo, prudente, oculto tras algunas ramas… es importante mantener el silencio para no ahuyentar la caza… el chico gritó. No, no era un Fiodorovich, pero le había cogido cariño después de todo.

Regresaron y allí estaba Elisabeth, junto a la niñera de rasgos orientales y mirada pícara. El chiquillo corrió a los brazos de su madre. Ella le rechazó con un gesto esquivo. Estaba curada…, pero su corazón se había secado.

-Despide a la asiática, Fiodor –ordenó en presencia de la interesada-. No la necesitaremos más. Te encargarás tú del niño.

Anthony, arrepentido y asustado, tomó la mano de su padrastro que le miró de soslayo. En ese momento, a través de los ojos del muchacho, el primer Fiodorovich comprendió quién era y quién sería: cumpliría con su obligación y pagaría por su bondad, también el chiquillo lo haría.

Fiodor I estaba prematuramente envejecido y lucía ya una calva más que prominente, en contraste con la incipiente melena roja de Anthony que se había dejado crecer por desidia. En pocos meses, entre cacería y cacería, su rostro cambió y pasó de los trece años a los más de quince que aparentaba. Se ensancharon sus espaldas y el niño se convirtió en un hombre adulto.

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Muerte en Absalon, de Martin Cid
Muerte en Absalon, de Martin Cid

-Tienes los mismos ojos que mi hijo Dean, muchacho –le dijo un día el ruso antes de matar a un venado-. Siempre abiertos y avispados… Cuando le vi por primera vez estaba enroscado en los brazos de su madre como una serpiente. Miraba. Si hubiese sobrevivido, hubiese sido un chico listo, como lo eres tú ahora.

Anthony crecía y observaba. Las gentes miraban y sonreían: no podría parecerse más a su padrastro ruso.

Cuando el hijo de Elisabeth cumplió los quince años, le regalaron una escopeta inglesa de caza, con su culata reluciente y su perfecto acabado. Su padrastro había hecho grabar el nombre de Anthony Fiodorovich.

-¿Estás listo, hijo?

Lo estaba.

La caza era entonces un hecho masculino y ancestral…, la sensación de plenitud y hastío cuando se regresa al hogar con una pieza recién muerta. No, esta vez no gritaría. Apuntó despacio y le asestó un golpe mortal. El animal se tambaleó unos momentos y cayó desplomado, manando sangre desde su hocico. Elisabeth esperaba en la cocina:

-Parece que aún vive –decía al quinceañero.

-Mira sus ojos y no los olvides –respondió el padrastro-. Así mueren también los humanos.

Fiodor I nunca fue un buen tirador pero sí un gran rastreador. Podía observar una huella y, rápidamente, adivinar qué ruta coger. No era demasiado complicado, ya que los ciervos estarían cercanos al río. Sin embargo, Anthony le contemplaba con admiración.

Sus nietos recordarían la historia:

-Era su tercer día de cacería…, tenía quince años recién cumplidos y el bisabuelo decidió adoptarlo. No le fue difícil convencer a la madre que ya no quería saber nada del muchacho. Anthony estaba solo, en un páramo del bosque con mucha vegetación. Se tumbó a descansar un poco, aprovechando la ausencia…

Dejó a un lado la escopeta y se echó sobre el mullido suelo. Dicen que se acordó de su hermanastro Dean y de su mirada extraña antes de disparar…, dicen que fue entonces cuando notó el crujido de las ramas tras de sí y el murmullo. No lo pensaría dos veces el nuevo Fiodorovich: cogió la escopeta y, con los ojos cerrados, disparó… el oso cayó muerto.

Cuando los hombres llegaron a la casa, Elisabeth aguardaba en la entrada.

-¿Qué observaste, hijo? –Anthony se estremeció, era la primera vez que su madre le llamaba así-. ¿Le miraste mientras moría? Dime, hijo mío, ¿qué sentía?

-Miedo, mamá… creo que tenía miedo.

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Todos felicitaron a Anthony que ahora parecía mucho mayor. Dejaba caer sus greñas rojizas como las que un día lució su padre adoptivo. Iluminaba su cara una especie de bigote poco poblado que se obstinaba en mantener.

Por las noches, mientras Fiodor I acudía a la taberna local y se unía a algunos compatriotas para hablar con uno y con otro, sin demostrar demasiado interés por nada, Anthony se quedaba en casa mirando por la ventana, esperando que regresase su padre.

-Está muerto –le solía decir Elisabeth.

-Quizá mientas, ¿no es eso lo que hacéis las mujeres?

Había comenzado a fumar (cigarrillos). Tenía dieciséis años.

Una mañana, al volver de la escuela, el ruso tomó a Anthony del brazo. Juntos cogieron la camioneta, pasaron el puente y los terrenos que en un tiempo habían pertenecido al padre de John Martins, el arruinado general. Ante sus ojos se abría una vieja granja. El ruso le contó sus planes.

-¿Te gusta, hijo? –preguntó sonriente-. Me la dejan a buen precio porque ha pertenecido a un negro. Así son las cosas aquí. ¿Hace cuanto has empezado a fumar? Tu primer padre, John Martins, era un mal hombre pero un gran fumador… quizá no vaya al infierno después de todo.

-Mi madre dice que murió pero yo no lo creo. Volverá, y saldremos los tres a cazar.

-Está muerto, pequeño. Yo mismo le vi en la caja.

El paquete de cigarrillos sobresalía ligeramente de la camisa de Anthony. Tomó uno y fumó con desinterés.

-¿Qué te parecería cultivar tabaco, chico? Es una buena tierra, algo descuidada…, pero en un par de años estará transformada en la mejor plantación del Mississippi.

El chico sonrió. No tendría que volver a la escuela.

1960

Stanislaus regresó dos horas después. Joyce estaba exhausto…, le gustaba el paseo matutino, así podría dormitar el resto del día. Al fondo, los hombres terminaban la recolección. Había sido un buen año, uno de los mejores en los últimos tiempos.

Pierre estaba ansioso, quizá Absalón podría recuperarse después de la última temporada, en la que dos heladas consecutivas habían terminado prácticamente con la cosecha. Habría que esperar todavía algunos meses para comprobar los resultados en las hojas verdes… demasiadas manchas significaría el fin. Quedaba poco del esplendor de antaño y su padre, Fiodor II, había abandonado la plantación por mejores compañías. Pierre apenas podía hacer otra cosa que no fuera trabajar de sol a sol durante los meses de cultivo y luego, como buen sureño, esperar a que llegase la noche cada día.

El papel de las paredes de la gran casa, blanco a tonos amarillentos, parecía caerse poco a poco. A imitación victoriana, la mansión poseía un hall central, en el que sobresalía una alfombra roja de extraordinario grosor, dos sillones negros, una silla y una mesa de mármol. Sobre las paredes, tres generaciones de Fiodorovich se miraban, resueltos en pinceladas ocres. En la parte central, el primer Fiodor, con la elegante melena rojiza y su mirada fina, casi discreta. Ni un solo retrato de mujer.

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-¡Maldita manía la de llamar a los hijos igual que a sus padres!

-Si escribiesen una novela sobre nosotros –dijo Stanislaus- no podrían distinguir a unos de otros.

Se debía cerrar rápidamente la puerta para que la arena no irrumpiese en el interior. Cecil, cerca de la cocina jugaba con Mary Maud. Era una criada que llevaba con la familia desde siempre. Llegó una noche de lluvia cuando era apenas un bebé, en manos de su madre, a la que solían llamar la Maud original. Contaban que Mary había pasado algún tiempo en el norte, cerca de Nueva York. Huyó bajo las nuevas promesas de un país sin esclavitud, en el que los sirvientes también tenían derecho a la educación, en el que todas las personas eran nacidas libres… Quimeras.

-Historias de mujeres, Stan –decía Pierre-. Algún día te darás cuenta de la gran verdad: siempre mienten.

Mary Maud vivió en el norte con un hombre blanco que le prometió matrimonio pero nada había cambiado: el progreso prometía damas y caballeros de color paseando libremente por sus calles, pero la realidad era que los negros se juntaban con los negros en lúgubres (aunque alegres) clubs de jazz, y que los blancos acudían a locales respetables (aunque aburridos), atestados de otros blancos. Mary no tardaría en volver, su prometido había encontrado otras aficiones menos saludables pero más llevaderas.

-Lo encontraba cada noche tumbado en el sofá –decía mientras pelaba algunas patatas-. Por más que lo intentaba, seguía sin poder despertarle. Tenía otras novias, nunca me importó demasiado.

-No se puede retener a un hombre sólo con patatas, Mary –dijo otra de las criadas…, las demás rieron.

-Pero la más peligrosa se llamaba heroína… Sin embargo, contemplé el mundo más allá del sur…, y ninguno de estos idiotas podrá decir eso –hablaba mirando fijamente a Cecil, que tras su caída del caballo parecía dar muestras de un evidente retraso mental.

Dicen que Mary Maud había traído algo más a su regreso: su hija Beatrice. ¿Mentía?

Cecil era un buen chico, con casi diecisiete años que no aparentaba. No le gustaba el baño y pasaba sus horas con las criadas, levantándoles las faldas y jugando con ellas, sobre todo con Beatrice, mulata de afectadas maneras y bella voz, hija de la aventurera Mary Maud. Cecil reía y lloraba casi por igual, sin importar el momento o la situación, Beatrice solía cantar para calmarle. Canta, Beatrice, canta. Tenían una relación algo especial, el chico a veces la trataba como a una madre, otras como a una hermana mayor y, a veces, pocas, sus inexpresivos ojos lanzaban una llamarada pícara…, era un breve momento pero era algo más que una mirada inocente.

-Al fin y al cabo es un hombre –decía la misma criada.- ¡Se comportaría de la misma manera si no fuera idiota!

Beatrice se encargaba de limpiar los suelos y ayudar en la cocina. Fiodor II se obstinaba en mantener el servicio aunque ya nadie necesitara tantas sirvientas. A veces, Joyce paseaba también entre sus faldas, esperando un buen trozo de carne.

-Vete de aquí, perro estúpido –protestaba Mary Maud.

Cecil parecía entonces sumirse (aún más) en su condición de enajenado mental y no se apaciguaba ni ante las tiernas miradas de Beatrice. Sus ojos se transformaban en los de un lobo y enseñaba los dientes, como un hermano que protege al otro. Las criadas le temían, ¿qué no sería capaz de hacer aquel retrasado?

-Toma, chiquitín –el can recibía un buen pedazo de pan del día (las criadas sólo podían tomar pedazos sobrantes). Cecil volvía a su estado de felicidad permanente. Joyce parecía querer sonreír.

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A algunos metros, rodeando las tierras de labor, se encontraban las cabañas de los trabajadores. Allí, sin diferencia de sexo y condición racial (los Fiodorovich se jactaban de ser unos pródigos liberales desde que contrataban cuadrillas de bicolor) vivían los criados separados en dos chabolas (ser demócrata no significaba contradecir las normas sociales en cuanto al pudor).

Los señores, incluidos los canes por supuesto, dormían en la casa grande, bastante más alejada de la plantación.

La ya madura Mary Maud, a veces ayudada por Beatrice, se encargaba de las comidas de mediodía: jamás se cenó en la casa hasta la muerte de Virginia Fiodorovich. Decían las malas lenguas (que suelen ser femeninas y ser parte del “servicio” de la casa) que la señora Maud tenía debilidad por Mark O´Shea, un irlandés abstemio que solía cumplir con las labores de bedel. Desde su cabaña solitaria –era el único hombre del servicio-, en la oscuridad, Mark miraba las estrellas con un vaso de bourbon en la mano…, como si los hados se fuesen a escapar.

Joyce dormitaba junto a Stanislaus la primera parte de la noche para más tarde vigilar la entrada y la llegada alcohólica de su padre Fiodor II. El can quería ser siempre quien saludara las borracheras del dueño.

1957

El día en el que Cecil cumplió los doce años, su padre decidió regalarle el mejor caballo español que existía en el Estado. Era un muchacho perspicaz y alegre, muy atento en la escuela (asunto que importaba más bien poco a Fiodor II). Espigado, inteligente, con esa media melena rojiza emblema de la familia… Mientras Pierre se mostraba poco indulgente, incluso avaro y vulgar…, mientras Stanislaus enfermaba una vez más…, Cecil era afable y cariñoso con todos, educado e íntegro.

Virginia vigilaba desde la ventana.

-Éste es Incitatus –el padre acariciaba las crines del corcel-, se llama así por el caballo del emperador romano Calígula, un buen tipo que, sin embargo, no supo hacerse entender por el Senado. A cambio, le vilipendiaron y el emperador nombró senador a su Incitatus.

Pierre montó en cólera. Stanislaus esperaba pacientemente, cerca del establo.

-Es tuyo, Cecil –continuó Fiodor II-. Ahora, dómalo. Ten cuidado, es un ejemplar salvaje, el mejor de cuantos hay por aquí. Un caballo es como una persona: hay que ganarse su afecto.

Cecil tomó muy en serio las palabras de su padre y cumplía los consejos con esmero. Dormía y comía junto a él. Una mañana, cuando el animal estaba tranquilo, Cecil despertó ante la mirada de su hermano Stan.

-¿Podrás domarlo? –preguntó Stanislaus.

-Es salvaje –respondió Cecil-. Aún no está preparado.

Stanislaus, dos años mayor que Cecil, se acercó a éste y habló, otra vez más.

-Pierre es un miserable… y quiere quitarte a Incitatus, ¿dejarás que lo haga, hermanito?

-Nuestro padre ha dicho que hay que esperar, que aún es pronto.

-Míralo, ahí está, esperando tu fracaso, ¿lo permitirás?

Cecil se acercó y acarició al corcel.

-¿Estás preparado, pequeño? –preguntó al caballo el menor de los hermanos.

-Mira sus ojos, hermanito, ¿qué ves?

-Son profundos.

-Quiere cabalgar contigo, míralo.

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Stanislaus se marchó, con media sonrisa pintada en su rostro… todos odiaban a Pierre.

Dos días más tarde, y ante la atenta mirada de su padre, Cecil montó por primera vez a Incitatus… Corría como el viento, saltaba peñascos, rugía. Era un gran caballo, y el pequeño sonreía mientras su hermano Pierre le espiaba, siempre celoso. Tomó la senda que llevaba al pueblo y aceleró el troté hasta que se perdió de vista. Le gustaba al viejo que su hijo corriese libremente… ¡Ya era un Fiodorovich!, y los hombres no podían vivir pendientes de las faldas de una madre, debería aprender pronto lo que era la libertad.

-¡Galopa, hijo mío, galopa! –exclamó orgulloso.

Bajo la sombra del sauce, Stanislaus esperaba. Al caer la tarde, Cecil aún no había regresado.

Descubrirían su cuerpo caído al lado del caballo. Éste pastaba parsimoniosamente. De su cabeza manaba sangre y parecía inconsciente. Le llevaron a la casa y llamaron al médico.

-Sólo podemos rezar por él –dijo el matasanos, siempre con la misma letanía.

Se había fracturado los dos brazos y tenía el cráneo abierto.

-Compresas frías.

De nada sirvió.

-Háblenle.

Y su padre permaneció junto a él, contando viejas historias del sur.

-Quizá con estas pastillas…

Silencio.

-¡Aire, abran las ventanas…!

Y los tragaluces permanecieron sin cerrar durante una semana. Cecil respiraba profundo, en coma. La hemorragia había claudicado pero las fiebres no bajaban.

Cuando ya todo se daba por perdido (y el médico se había marchado aduciendo una falsa llamada de un pueblo cercano), Virginia dejó su clausura y acudió a ver a su hijo moribundo. Atrancó la puerta. Dicen que los criados escucharon susurrar a la madre, que al fin le hablaba. Dicen que, al salir de su cuarto, sonrió por primera vez. Dicen que, tal vez, le quería.

A los pocos minutos, Cecil se levantó de la cama, tranquilo. Abrió la puerta del despacho de su padre y habló… aún infectado, tartamudeando, siempre enfermo.

-¿Verdad que Incitatus es negro?

Nunca volvería a ser el mismo.

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Escritor, fumador de pipa y fundador de MCM
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